La crónica de los rohingyas es una de apátridas. Es una historia de discriminación, abuso y persistencia que se documenta desde hace más de 60 años.
En aquel entonces, el mundo se deleitaba u horrorizaba -dependiendo de la perspectiva- con las imágenes de la postguerra, las guerras de Corea y Vietnam, la caída de Saigón y otros eventos.
Un oscuro vaticinio pronosticaba que ser rohingya es sinónimo de ser "ciudadano sin ciudadanía". Ni el capitalismo les salvó, ni el comunismo les dio la redención utópica de sus rojas promesas.
En 1982, Myanmar les niega la ciudadanía y con ello se oficializa -e institucionaliza- la violencia contra los rohingyas. Durante las décadas, las imágenes no mienten: sus conciudadanos les queman vivos, destruyen sus aldeas y expulsan de la actividad socioeconómica.
Y en el resto del sudeste asiático la situación no es mejor: organizaciones internacionales afirman que los rohingyas se encuentran entre los pueblos más desfavorecidos por la comunidad internacional; comunidad, que dicho sea de paso, se quedó de brazos cruzados cuando cientos de refugiados de este grupo étnico se ahogaban en el mar de Andamán, en el océano Índico, hace apenas algunos días.
Versiones dicen que un bote con cien personas se volteó tras una violenta pelea por el último pedazo de comida.