En octubre de 2018, el régimen saudí llevó a cabo uno de los actos de terrorismo más notorios del mundo moderno.
Cuando Jamal Khashoggi, un veterano saudí devenido en crítico suave, entró en la sede de su consulado en Estambul para recoger unos documentos y fue víctima de una emboscada por docenas de agentes saudíes que, como consecuencia, lo asesinaron de una manera grotesca.
El asesinato de Jamal Khashoggi fue inusual y egregio en numerosos aspectos. La peculiaridad más inusual –y condenable– fue que se produjo dentro de un inmueble diplomático saudí.
Los agentes podían haberlo asesinado en cualquier otro lugar, pero el hecho de que eligieron hacerlo dentro de una instalación diplomática envía mensajes inquietantes al mundo.
Jamal Khashoggi no era un santo. Ni siquiera fue un periodista verdadero. La mayor parte de su “periodismo” fue un subproducto de sus prolongados vínculos con el servicio de Inteligencia exterior saudí. Incluso hay sugerencias de que mantenía contactos con partes del régimen saudí hasta su muerte.