La conciencia colectiva de los gitanos, el sentido de pertenencia, se fundamenta, más que en ninguna otra cosa, en un sentimiento, en una emotividad y en un compromiso ético que nos vincula con nuestro pasado y nos obliga a transmitirlo a las nuevas generaciones. Ser gitano no es vestir de una forma u otra, tener un oficio u otro, vivir en un lugar u otro, o, incluso, expresarse de una determinada manera, ya que todo esto depende de la época y de las condiciones ambientales y educativas de cada familia y de cada individuo. Además, esta visión de la identidad gitana parte de un prejuicio racista que se nos impone desde fuera. Ser gitano, por tanto, es más una actitud de vida, una «manera de estar» más que una «forma de ser». La dificultad que tenemos muchas veces para establecer un estándar cultural gitano a través de cual podamos exteriorizar y hacer visible nuestra identidad colectiva, en unos términos propios que no puedan ser manipulados y tergiversados desde el exterior por los prejuicios racistas, es, precisamente, entre otras razones, consecuencia directa de esta intangibilidad, de esta abstracción de la esencialidad gitana, que cada gitano expresa desde su propia realidad de vida y desde su sensibilidad, pero que tiene este nexo común que Antonio Mairena llamó la «razón incorpórea»,