¿La vida es sueño? En cierto sentido sí, aunque pueda llegar a ser un sueño apasionante. Habíamos concluido que el axioma de Freud “la pulsión jamás renuncia a su satisfacción” nos obligaba a resolver un enigma: para que pueda haber lenguaje, todo tiene que ser satisfecho como si no lo hubiera. Ahora encontramos la solución: es posible satisfacer al Ello con “nada”, buscarle una forma de satisfacción que no produzca efectos en la realidad, en el mundo (aunque sí vaya a producir efectos “psíquicos”). “Hacerse mayor” es algo así como aprender a masturbarse, a satisfacerse sin intervenir en el mundo. El paso de la naturaleza a la cultura nos obliga a pensar, pues, en algo así como “la paja originaria”: la naturaleza se satisface en un bucle onanista, para dejar paso a la cultura, al lenguaje. ¿Tenemos algún ejemplo paradigmático de esto? Sí, es nada menos que la teoría freudiana del sueño infantil, en la que el Ello queda satisfecho con una alucinación. Pues bien, empezamos, pues, a vislumbrar qué es lo que se esconde por debajo de los “síntomas”: una satisfacción que se satisface con nada, que se satisface sin producir efectos en la realidad (aunque, insistimos, sí se produce un efecto secundario, un efecto “psíquico”, el “síntoma”, precisamente). Así pues: no podemos vivir hablando, sin movilizar un sueño, no podemos vivir sin soñar, no solo dormidos, sino también durante la vigilia: el sueño en el que consisten nuestros síntomas. De alguna manera, la cultura es un sueño que obligamos a soñar a la naturaleza para que esta nos deje en paz.