La estructura triangular del deseo no tiene tanto que ver con el tipo de familia como con la lógica interna del deseo, que nos obliga a operar con tres variables: el que desea, lo que satisfaría el deseo y lo que puede fustrar esta satisfacción. El recién nacido, el bebé, no comienza distinguiendo los contornos de su cuerpo de los del cuerpo de su madre. Su primer deseo es, sin duda, el de volver a fundirse con la madre, el deseo de volver al seno materno, de no haber llegado a nacer. En este sentido, su mayor anhelo es volver a conformar una Totalidad a la que nada le falte, algo así como un Dios. Pero desde el momento del nacimiento, esa Totalidad está amenazada, se compone y descompone según su madre aparece y desaparece. El niño aprende entonces a jugar al Cú Cú / Tras Tras. “Sin ti no soy nada”, podría decir, pero esa “nada” comienza a acostumbrarse al juego de la presencia y la desaparición. Hasta que un día se hace el fatal descubrimiento de que el acceso a mamá está en otro sitio distinto: el lugar del Padre, si queremos llamarlo así (es una mera cuestión terminológica). Es entonces como se empieza a dibujar el triángulo del Edipo, de cuyos destinos hablaremos en próximos capítulos.