El triángulo edípico no puede ser abandonado si el Yo no se inscribe en otro triángulo que sea capaz de satisfacer al Ello sin producir efectos reales. El niño lo encuentra en el triángulo de los pronombres personales, YO-TÚ-ÉL, al que va a adherir las identificaciones con los objetos del amor y de la rivalidad edípicas. Es el único lugar de la casa en el que los tres vértices del triángulo son intercambiables, el único lugar en el que puedes fundirte con mamá y con papá al mismo tiempo “sin que pase nada”. Porque ese “lugar” ni siquiera existe, es una fórmula lingüística, la fórmula por la que hablamos en primera persona. Así pues, el niño tiene que ser capaz de satisfacer en su hablar en primera persona todo aquello que antes intentaba satisfacer en la realidad del Edipo. Por eso, los seres humanos le cogemos gusto a la primera persona y aceptamos vivir siendo un YO, frente a un TÚ y en presencia de un ÉL (esto no viene de suyo: los ángeles no hablarían en primera persona porque carecen de sexo, y el niño podría no haber ingresado jamás en una vida en primera persona, limitándose a ser un Ello sin más). En ese intercambio de los pronombres personales (todo YO es un TÚ y un Él al mismo tiempo), se ha incorporado un sueño psíquico capaz de sustituir a la realidad edípica. Por eso, al decir YO, desplegamos síntomas, porque no podemos decir YO sin movilizar todo un complejo paquete de identificaciones. Este es el secreto de lo que llamamos nuestro carácter. Si nos fijamos bien, este triángulo lingüístico es un instrumento para la satisfacción del Ello, para una “satisfacción sin efectos reales”, es decir, un instrumento para la masturbación. Detrás del sujeto hablante, siempre hay un “simio que se masturba” con el lenguaje. El lenguaje nos “diviniza” y nos sitúa más allá de la naturaleza, pero al mismo tiempo, tiene que servir para que un simio se entretenga con la masturbación. Esta ambivalencia de lo lingüístico en el ser humano (los ángeles no tendrían este problema) se puede experimentar directamente cuando observamos a un pedante. El pedante parece estar hablando con nosotros, pero, en realidad, se está escuchando a sí mismo, gozando con sus propias palabras. Para el ser humano, el lenguaje siempre es un arma de doble filo.