Por un lado, hemos dicho que somos un Jesucristo mal hecho. También hemos dicho que somos un simio que se masturba con palabras. En esa encrucijada, tenemos algo de dioses y algo de monos. Hemos llegado a entender el secreto por el que siempre hablamos en primera persona. La primera persona es el único refugio que el Ello encuentra en el lenguaje para compensar lo que el lenguaje le ha hecho perder. Se trata de una especie de sueño que compensa al Ello por la mutilación que el lenguaje ha introducido en nuestras vidas. Y como el Ello siempre lo ha querido “todo”, se trata, inevitablemente, de un sueño teológico. Este sueño se manifiesta bajo la forma de síntomas con los que la primera persona, el Yo, tiene que cargar en su biografía. Y sin embargo, también es verdad que una vez que hablamos, podemos escapar de los síntomas. Así lo demuestran las matemáticas, porque lo que decimos en las matemáticas lo diríamos igual si en lugar de nosotros fuéramos cualquier otro. Y también en la poesía. Los buenos poetas son capaces de pronunciar una palabra sin síntomas, una palabra que se refiere al mundo tal y como el mundo sería al margen de la maraña de nuestras neurosis. Esta es el verdadero exterior de la caverna platónica, del que hemos hablado ya desde nuestros primeros capítulos.