Marzo de 472: entre las ruinas de los grandes edificios de Roma, se combate y se muere. Grupos de escuálidos ciudadanos se encaraman sobre pilas de escombros que, no hace mucho, fueron magníficos edificios, y arrojan pedazos de marmóreas y hermosas estatuas a los mercenarios bárbaros que tratan de abrirse paso hasta el Palatino. Son las sangrientas, despiadadas luchas, de una patética guerra civil en la que el Emperador legítimo, Antemio, encabeza a los funcionarios y a los ciudadanos, para evitar que su Magister Peditum in Praesenti, Ricimero, lo deponga. La ciudad que setenta años atrás seguía siendo la más rica, populosa y deslumbrante del orbe, es ahora un arruinado matadero semidespoblado en el que unos pocos miles de desarrapados y hambrientos vecinos de Roma pelean denodadamente contra unos seis mil mercenarios bárbaros. Unos pocos miles… A eso se reducían ahora las fuerzas de unos romanos que, hacia el año 400 aún listaban en sus ejércitos occidentales a 300.000 soldados y 23.000 marineros. Nadie podía saberlo aún, pero aquel desolador año de 472 estaba a tan sólo cuatro años del final. Roma se moría y sus gentes, ajenas a su propio fin, continuaban matándose entre sí para sostener las ambiciones personales de sus dirigentes.
¿Pero qué había pasado? ¿Por qué cayó un Imperio tan poderoso?