Este capítulo aborda uno de los episodios históricos más sorprendentes y de difícil comprensión, a la par que trágicos: el derrumbe casi instantáneo del Imperio azteca al entrar en contacto con un puñado de conquistadores españoles. Ni las supersticiones religiosas de los aztecas, que auguraban el regreso del dios Quetzalcoatl -que muchos creyeron ver en Hernán Cortés-, ni los caballos y las armas de fuego de los españoles, que infundían pavor entre los pueblos de Mesoamérica, sirven por sí solos para explicar el desmoronamiento azteca en unos meses. La personalidad de Moctezuma, un caudillo indeciso, inseguro y manipulado por un Cortés decidido a vencer o a morir tras quemar sus naves, fue un factor añadido. El odio de los pueblos sometidos por los aztecas, que vieron en los recién llegados un instrumento de venganza contra sus señores, fue otro.