¿Qué abismo saltamos cuando en lugar de limitarnos a decir “esto me gusta” decimos “esto es bello”? La Historia de la Filosofía, y en especial Kant, en su Crítica del Juicio, se ha mostrado muy interesada en averiguar lo que se juega en este paso tan discutible y enigmático. Cuando decimos “esto me gusta”, en realidad, estamos hablando de nosotros mismos, expresando cómo algo encaja con aquello que somos por nuestra cultura, historia, posición social o económica, parentesco, y también por nuestro carácter, marcado por nuestra historia personal, nuestros traumas psíquicos y nuestros síntomas neuróticos. Cuando decimos “esto es bello”, pretendemos estar hablando de la cosa misma, no de nosotros. Hay ahí una pretensión de objetividad difícil de justificar, por la que pretendemos que una obra de arte, o una puesta de sol, por ejemplo, no es que nos guste, sino que “tendría que gustar a todo el mundo”, puesto que es bella. Y en efecto, hay un sentimiento muy interesante en el que Kant concentra su atención: a veces sentimos que los demás están sintiendo lo mismo que nosotros, sentimos, por tanto, que una misma sangre corre por las venas de toda la Humanidad, un sentimiento, en efecto, de Fraternidad Universal. Cuando sentimos algo así, no nos limitamos a hablar de nuestros gustos, sino que hablamos de belleza. Por lo tanto, es como si la experiencia de la belleza nos hiciera sentir desde un extraño lugar: el lugar de “cualquier otro”. Porque lo que estamos sintiendo es que lo que tenemos delante nos seguiría gustando igual si en lugar de ser espartanos, fuéramos atenienses o persas, o si en lugar de ser hombres fuéramos mujeres, o si en lugar de ser ricos, fuéramos pobres, o en lugar de creyentes, ateos, o en lugar de blancos, negros, y así “con cualquier otra condición”. Así pues, es como si los juicios de belleza escribieran sin darse cuenta, a sus espaldas, el artículo II de la Declaración de los derechos humanos. La Belleza nos hace cruzar un abismo en el que todos nos volvemos filósofos a la fuerza.