La “conciencia desdichada” es una figura muy importante de la Fenomenología del Espíritu (decía Hyppolite que era la estructura fundamental de todas las otras figuras), que de alguna manera representa lo esencial del cristianismo y, también, de eso a a lo que llamamos “amor”. La “desdicha” en cuestión viene a resumirse en la perplejidad de tener lo absoluto, la totalidad, a Dios mismo, ahí enfrente, como una cosa sensible entre las cosas sensibles. Se puede comulgar con una Totalidad perdida, recobrándola mediante el sentimiento religioso de una “noche en la que todos los gatos son pardos”, una unidad en la que “todo está en todo”, una “esfera” capaz de englobarnos a nosotros mismos, es decir, mediante el sentimiento místico de nuestra pertenencia a la Totalidad. Pero lo inquietante y asombroso es tener la Totalidad enfrente de uno mismo. Contemplar, por ejemplo, a un bebé en un pesebre y creer intensamente que ahí está la totalidad de todo con todo, el absoluto, Dios. La frase de Hegel es demoledora: “nunca estuvo más allá que cuando estuvo acá”. Porque si lo absoluto aparece ante nuestros ojos como una cosa sensible, parece que la cosa no tiene remedio. Lo único que se puede hacer es ir tras él, persiguiéndole en todas sus aventuras. Y así ocurre en los Evangelios, hasta que los discípulos contemplan estupefactos a Dios crucificado, a la totalidad clavada en una cruz. ¿Cómo se podrán ahora reconciliar la esfera y la cruz? El espíritu aparece, en efecto, para Hegel, como la Identidad de la Identidad y la no Identidad, la unidad de una esfera (lógica) y una cruz (sensible). El espíritu, la historia del espíritu (y por tanto, la historia del cristianismo) es, así, la demostración realmente existente (porque es la propia realidad histórica la que aquí razona) de que el lógos y la carne eran, en verdad, la misma cosa, la demostración de que el niño del pesebre era la totalidad, que aparece ahora como Iglesia católica, como Asamblea Universal. Pues bien, esta misma perplejidad de la “conciencia desdichada” es la que caracteriza a la experiencia amorosa. Los amantes sienten tener el absoluto entre sus brazos, y no saben qué hacer con él. Aquí reside la raíz del desconcierto que vimos en Lucrecio. La desdicha que parece arraigar en toda aventura con el amor.