En el Siglo VI a.C., en los tiempos de la Antigua Grecia, el concepto de la eternidad fue explorado por primera vez. El filósofo Anaximandro habló de algo a lo que llamó "ápeiron", una materia indeterminada, que es el principio y el final de todo, sobre la que el Cosmos nace, se desarrolla y perece. La idea del infinito había nacido.
Desde entonces, ese concepto, en la efímera línea entre el mundo que habita solo en nuestra mente y la verdadera realidad que nos rodea, ha sido objeto de debate; una poderosa entidad que daba una nueva dimensión a las Matemáticas. El infinito era una herramienta útil en el imperio de los números pero nos conducía a paradojas y callejones sin salida.
No fue hasta finales del siglo XIX, de manos del matemático ruso Georg Cantor y su elegante teoría de conjuntos, que comprendimos que la eternidad era algo con mucha mayor profundidad matemática. El infinito guardaba todavía muchos secretos que esperaban ser revelados. Y con él, junto a los posteriores aportes de David Hilbert, el mundo entendió que en esa eternidad descansaba una nueva era para las matemáticas.
Sin embargo, el futuro deparaba algo más allá de sus sueños. Y es que cuando pudimos explorar las profundidades del espacio y del tiempo, cuando fuimos capaces de observar lo que aguardaba en la oscuridad del Universo, nos dimos cuenta de que el Cosmos podía encerrar verdaderos infinitos. La búsqueda de la eternidad había comenzado.
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