Los bosques templados se extienden por Europa desde Bretaña hasta los Urales. Están formados principalmente por árboles de hoja caduca. Un árbol tiene aquí un papel muy especial: el roble.
Para los celtas, el roble representaba la conexión entre los espíritus del cielo y de la tierra. Este árbol, de hecho, está perfectamente adaptado a los cambios estacionales: en otoño pierde sus hojas, en invierno descansa bajo el manto de nieve y en primavera vuelve a brotar. Sus frutos son un manjar para ratones del bosque, jabalíes, ardillas y arrendajos, quienes contribuyen a la dispersión de sus semillas. En las alturas, los pájaros carpinteros verdes y murciélagos agradecen su hospitalidad al librarlo de parásitos que van tras su madera y sus hojas.
Incluso el esquivo lince le brinda un buen servicio al roble, controlando a los ciervos y cabras montesas que les gusta mucho mordisquear sus brotes. Bajo tierra, el roble vive en simbiosis con hongos que le proporcionan nutrientes esenciales. Ecólogos, biólogos y micólogos explican las relaciones de estas fascinantes interacciones. El secreto de la resiliencia de los bosques templados está en su biodiversidad.
Lamentablemente, estos bosques están siendo sustituidos cada vez más por plantaciones de coníferas para satisfacer la demanda de la industria maderera, que empobrecen el suelo y desplazan muchas especies. Ante la tala industrial y la expansión urbana, surge la pregunta: ¿Es el roble realmente tan inmortal como se dice?